Se suele decir que llevado a una situación límite, el hombre es capaz de llegar al fondo de sí mismo y de mostrar lo mejor o lo peor, de luchar por superar las adversidades o de dejarse vencer por estas. Es decir que allí aparece sin tapujos la verdadera dimensión humana.
El domingo, tras 17 días de incertidumbre y angustia, fueron encontrados con vida los 33 mineros que permanecían sepultados cuando el 5 de agosto pasado, en la mina de cobre San José, en el desierto de Atacama, se produjo un accidente -no se sabe todavía qué sucedió- y los trabajadores quedaron soterrados a 700 metros de profundidad. A los pocos días, el presidente chileno solicitó ayuda internacional para intentar rescatarlos, al constatarse que era alta la probabilidad de derrumbes por las fallas. El 15 de agosto, dos máquinas de alta precisión que enviaron Australia y los Estados Unidos iniciaron la perforación del último tramo y se anticipó que las tareas serán complejas. Al día siguiente, la desesperanza ganó a los familiares y a los rescatistas cuando el presidente Sebastián Piñera informó que se habían topado con una roca de 700.000 toneladas y en consecuencia, se habían detenido los trabajos. Se inició una acción de rezos. El sábado 21, los expertos afirmaron que hacer contacto con los obreros iba a llevar meses. El domingo, la sonda llegó al refugio y el jefe de los obreros hizo llegar una carta atada a la perforadora, dirigida a su esposa, provocando una algarabía nacional e internacional. Según dijeron luego los técnicos, el rescate llevaría alrededor de tres o cuatro meses.
En medio de tanto júbilo, siempre hay alguien que da la mala nota y justamente es el responsable. El propietario de la mina San José declaró que podría declarar la quiebra de la empresa y anticipó que no tenía dinero para afrontar los salarios de los obreros, lo cual provocó la indignación del gobierno trasandino. Este tipo de acontecimientos trajeron a la memoria otro hechos como el sucedido el 13 de octubre de 1972, cuando un avión uruguayo, que transportaba 45 pasajeros a Chile, de los cuales muchos eran estudiantes y jugadores de un equipo de rugby se estrelló en la Cordillera de los Andes. Los sobrevivientes debieron soportar entre otras cosas treinta grados bajo cero durante las noches y al hambre. Trataron de resistir con las escasas reservas alimenticias que poseían, esperando ser rescatados, pero su esperanza cayó al enterarse por una radio, que se había abandonado la búsqueda. Finalmente, deciden cruzar las montañas y lograron llegar a Chile el 22 de diciembre. Pudieron sobrevivir gracias a la tenacidad y al canibalismo.
Un científico francés explicó que en situaciones extremas la supervivencia se vuelve draconiana. "Los más fuertes sobreviven. La actitud mental es primordial. Quienes creen que sobrevivirán tienen más posibilidades de salvarse que los que se abandonan a la suerte", afirmó.
Una experta francesa señaló que los sobrevivientes tienen que conservar el mismo ritmo de sueño que en la superficie, ya que sin la luz del día se pierde la noción del tiempo.
"Los ejercicios de supervivencia llevados a cabo en grutas sin ninguna referencia temporal han demostrado que el organismo tiene su reloj biológico que se pone a funcionar por períodos de 26 horas.
Tras la euforia, tanto de los mineros como de sus familiares y del resto de los chilenos, viene otra prueba que los pondrá en una otra situación límite. Los obreros deberán apelar a todas sus reservas físicas y espirituales y enfrentar con la ayuda exterior las enfermedades propias del encierro.
Los familiares deberán templar sus convicciones y su religiosidad para no caer en la desesperanza cuando se presenten los primeros traspiés. Se trata, por cierto, de una lucha de vida o muerte.